La burguesía como sociedad anónima

Roland Barthes

El mito consiente la historia en dos puntos: por su forma, sólo relativamente motivada; por su concepto, que por naturaleza es histórico. Se puede, en consecuencia, imaginar un estudio diacrónico de los mitos, ya sea que se les someta a una retrospección (y fundar entonces una mitología histórica), ya sea que se siga ciertos mitos de ayer hasta su forma de hoy (y hacer entonces historia prospectiva). Si me limito aquí a un esbozo sincrónico de los mitos contemporáneos, es por una razón objetiva: nuestra sociedad es el campo privilegiado de las significaciones míticas. Necesitamos ahora decir por qué.

Cualesquiera sean los accidentes, los compromisos, las concesiones y las aventuras políticas, cualesquiera sean los cambios técnicos, económicos o aun sociales que la historia nos aporta, nuestra sociedad es todavía una sociedad burguesa. No niego que en Francia, desde 1789, se hayan sucedido en el poder varios tipos de burguesía; pero el estatuto profundo permanece: determinado régimen de propiedad, determinado orden, determinada ideología. Ahora bien, en la denominación de ese régimen se produce un fenómeno notable: como hecho económico, la burguesía es nombrada sin dificultad: el capitalismo se profesa. Como hecho político, no se reconoce a sí misma: no hay partidos “burgueses” en la Cámara. Como hecho ideológico, desaparece completamente: la burguesía ha borrado su nombre al pasar de lo real a su representación, del hombre económico al hombre mental. Se acomoda a los hechos, pero no se integra con los valores, le inflige a su estatuto una verdadera operación de ex-nominación; la burguesía se define como la clase social que no quiere ser nombrada.

“Burgués”, “pequeñoburgués”, “capitalismo”, “proletariado”, son los sitios de una hemorragia incesante: fuera de ellos el sentido se derrama, hasta que el nombre se vuelve inútil.

Este fenómeno de ex-nominación es importante; es preciso examinarlo un poco en detalle. Políticamente, la hemorragia del nombre burgués se hace a través de la idea de nación. Ésta fue en su tiempo una idea progresista que sirvió para excluir la aristocracia; hoy día, la burguesía se diluye en la nación, sin perjuicio de rechazar los elementos que decrete alógenos (los comunistas). Este sincretismo dirigido permite a la burguesía recoger la caución numérica de sus aliados temporarios, todas las clases intermedias, por lo tanto, “informes”. El uso prolongado no ha podido despolitizar profundamente la palabra nación; el sustrato político está allí, muy cerca, y una circunstancia cualquiera de golpe lo pone de manifiesto. En la Cámara, existen partidos “nacionales” y el sincretismo nominal pregona aquí lo que pretendía ocultar: una disparidad esencial. Como se ve, el vocabulario político de la burguesía postula que ya existe un universal; la política es ya una representación, un fragmento de ideología.

Políticamente, cualquiera sea el esfuerzo universalista de su vocabulario, la burguesía termina por chocar con un núcleo resistente, que es, por definición, el partido revolucionario. Pero el partido sólo puede constituir una riqueza política: en la sociedad burguesa, no existe ni cultura ni moral proletaria, no existe arte proletario; ideológicamente, todo lo que no es burgués está obligado a recurrir a la burguesía. La ideología burguesa puede por lo tanto cubrir todo y, sin riesgo, perder en ese todo su nombre: nadie, en ese caso, se lo devolverá. La burguesía puede subsumir sin resistencia el teatro, el arte, el hombre burgués, bajo sus análogos eternos; en una palabra, puede desnombrarse cuanto quiera, pues no hay más que una sola y misma naturaleza humana; la defección del nombre burgués es en este caso total.

Existen sin duda rebeliones contra la ideología burguesa. Es lo que se llama en general la vanguardia. Pero esas rebeliones son socialmente limitadas, recuperables. En primer lugar porque provienen de un fragmento de la burguesía misma, de un grupo minoritario de artistas, de intelectuales, sin otro público que la clase misma que impugnan y que siguen siendo tributarios de su dinero para expresarse. Además, esas rebeliones se inspiran siempre en una distinción muy fuerte entre el burgués ético y el burgués político: la vanguardia impugna el burgués en relación al arte, a la moral, rechaza, como en los mejores tiempos del romanticismo, al tendero, al filisteo. Pero protesta política, ninguna. La vanguardia, lo que no tolera en la burguesía es su lenguaje, no su condición de burguesía. Y no es que necesariamente la apruebe, sino que la pone entre paréntesis. Sea cual fuere la violencia de la provocación, la vanguardia asume, finalmente, el hombre abandonado, no el hombre alienado. Y el hombre abandonado sigue siendo el Hombre Eterno.

Este anonimato de la burguesía se vuelve aún más notable cuando se pasa de la cultura burguesa propiamente dicha a sus formas desplegadas, vulgarizadas, utilizadas, a lo que podríamos llamar la filosofía pública, la que alimenta la moral cotidiana, las ceremonias civiles, los ritos profanos, en una palabra, las normas no escritas de la vida de relación en la sociedad burguesa. Es una ilusión reducir la cultura dominante a su núcleo inventivo: existe también una cultura burguesa de puro consumo.

Toda Francia está anegada en esta ideología anónima: nuestra prensa, nuestro cine, nuestro teatro, nuestra literatura de gran tiraje, nuestros ceremoniales, nuestra justicia, nuestra diplomacia, nuestras conversaciones, la temperatura que hace, el crimen que se juzga, el casamiento que nos conmueve, la cocina que se sueña tener, la ropa que se lleva, todo, en nuestra vida cotidiana, es tributario de la representación que la burguesía se hace y nos hace de las relaciones del hombre y del mundo.

Estas formas “normalizadas” llaman poco la atención si se compara la dimensión de su amplitud; su origen puede perderse con facilidad; gozan de una posición intermedia: al no ser ni directamente políticas, ni directamente ideológicas, viven apaciblemente entre la acción de los militares y los conflictos de los intelectuales; más o menos abandonadas por unos y otros se incorporan a la masa enorme de lo indiferenciado, de lo insignificante, en suma, de la naturaleza. Sin embargo, a través de su ética la burguesía penetra a Francia: practicadas en el marco de la nación, las normas burguesas son vividas como las leyes evidentes de un orden natural: cuanto más la clase burguesa propaga sus representaciones, más se naturalizan. El hecho burgués se absorbe en un universo indistinto, cuyo habitante único es el Hombre Eterno, ni proletario ni burgués.

Penetrando, pues, las clases intermedias, la ideología burguesa logra perder con más seguridad su nombre. Las normas pequeñoburguesas son residuos de la cultura burguesa, son verdades burguesas degradadas, empobrecidas, comercializadas, ligeramente arcaizantes o, si se prefiere, pasadas de moda. La alianza política de la burguesía y de la pequeñoburguesía decide desde hace más de un siglo la historia de Francia: rara vez se rompió y, en todos los casos, sin futuro (1848, 1871, 1936). Esta alianza se consolida con el tiempo, se vuelve poco a poco simbiosis; se pueden producir despertares provisorios, pero la ideología común ya no es cuestionada: una misma pasta “natural” recubre todas las representaciones “nacionales”. El gran casamiento burgués, seguido de un rito de clase (la presentación y la consunción de las riquezas) no tiene ninguna relación con la situación económica de la pequeña burguesía; pero para la prensa, los noticieros, la literatura, se vuelve poco a poco la norma misma, si no vivida, al menos soñada, de la pareja pequeñoburguesa. La burguesía absorbe permanentemente en su ideología la humanidad que no posee, sus características profundas y sólo las vive en lo imaginario, es decir, en una fijación y un empobrecimiento de la conciencia. Al difundir sus representaciones a través de un catálogo de imágenes colectivas para uso pequeñoburgués, la burguesía consagra la indiferenciación ilusoria de las clases sociales: a partir del momento en que una mecanógrafa con un modesto sueldo se reconoce en el gran casamiento burgués, la ex-nominación burguesa alcanza su completo efecto.

La deserción del nombre burgués no es, por lo tanto, un fenómeno ilusorio, accidental, accesorio, natural o insignificante: es la ideología burguesa misma, él movimiento por el cual la burguesía transforma la realidad del mundo en imagen del mundo, la historia en naturaleza. Y lo notable de esta imagen es que es una imagen invertida.

El estatuto de la burguesía es particular, histórico; el hombre que ella representa será universal, eterno. La clase burguesa ha edificado su poder, justamente, sobre progresos técnicos, científicos, sobre una transformación ilimitada de la naturaleza; la ideología burguesa restituirá una naturaleza inalterable. Los primeros filósofos burgueses penetraban el mundo de significaciones, sometían todas las cosas a una racionalidad, las señalaban como destinadas al hombre; la ideología burguesa será cientificista o intuitiva, verificará el hecho o percibirá el valor, pero rehusará la explicación: el orden del mundo será suficiente o inefable, nunca significante. Por fin, la idea primera de un mundo perfectible, cambiante, producirá la imagen invertida de una humanidad inmutable, definida por una identidad infinitamente recomenzada. En resumen, en la sociedad burguesa contemporánea, el pasaje de lo real a lo ideológico se define como el pasaje de una antifisis a una seudofisis.

*Fragmento de Mitologías (1953)

Fuentes:

Roland Barthes: la burguesía como sociedad anónima

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