Nuestra impotencia contemporánea

Alain Badiou*

A continuación, Badiou desarrolla una idea fundamental para el éxito de los movimientos sociales contemporáneos: el de producir ideas compartidas y crear un nuevo lenguaje común, que no se limite en negaciones abstractas y que abra perspectivas estratégicas claras. Este artículo apareció por primera vez en Radical Philosophy 181 (septiembre/octubre de 2013) y se reproduce aquí traducido con permiso del editor**.

En esta conferencia hemos discutido todos los aspectos cruciales de la situación en Europa y especialmente en Grecia. Hemos, por supuesto, analizado la gran estructura histórica en juego: la particularmente agresiva política global del capitalismo contemporáneo, la debilidad cómplice de varios Estados, y el papel reactivo desempeñado por Europa en su estado actual, así como también la ley de las formas subjetivas que iluminan la dialéctica contemporánea de sumisión e insurrección. También hemos hecho un balance de la urgencia de demandas militantes, que surgen de las duras pruebas que el aumento de la pobreza y la destrucción de formas sociales le han impuesto a la gente, y otras que surgen de las acciones cada vez más arrogantes de las pandillas fascistas, que encarnan temas nacionalistas absolutamente crueles y realidades racistas absolutamente intolerables. A tal efecto hemos tratado de evaluar los actuales actos de resistencia.

No tengo nada que añadir a todo esto por cuanto se refiere a las características inmediatas de la situación en Grecia. Uno de mis grandes mentores o maestros en el ámbito de la política comunista [Mao Zedong] solía decir: “el que no investiga no tiene derecho a hablar”. A diferencia de otros participantes en nuestro coloquio, en particular nuestros amigos griegos, no he, finalmente, llevado a cabo una investigación política o militante de la situación que sirve como punto de referencia aquí. Sé que la experiencia de una nueva situación política solo puede ser entendida desde dentro de su propio proceso, que la información y las opiniones ordinarias no son suficientes. Y esto es por una razón muy simple: la novedad política, siendo subjetiva, no deja que sea captada desde el exterior mientras se encuentra en el proceso de constitución de sí misma. Esto es, por otra parte, lo que el maestro que he citado hace un momento quiso decir cuando añadió: “investigar un problema es resolverlo”. Y no tengo ni la capacidad ni la intención de resolver ninguno de los problemas que actualmente aquejan al pueblo griego.

Por tanto, mi subjetividad aquí es ampliamente externa a la secuencia en cuestión. Voy a aceptar los límites de esta posición, y empiezo con una impresión, un sentimiento, que es tal vez personal, quizás injustificado, pero que sin embargo siento, dada la información de que dispongo: un sentimiento de impotencia política general. Lo que está ocurriendo en Grecia es algo así como un concentrado de este sentimiento.

Ciertamente admiro la elocuencia de mi amigo y compañero Costas Douzinas, que ha reiterado su confeso optimismo declarado con referencias precisas a lo que según él son las novedades políticas de la resistencia del pueblo en Grecia, donde incluso ha detectado la emergencia de un nuevo sujeto político[1]. Pero no estoy convencido. Por supuesto, el coraje y la táctica inventiva de los manifestantes progresistas y anti-fascistas que Costas ha evocado es motivo de entusiasmo. Este tipo de cosas, por lo demás, son completamente necesarias. ¿Pero nuevas? No, no en absoluto. Estas son las características invariantes de cada verdadero movimiento de masas: igualitarismo, democracia de masas, invención de lemas, coraje, velocidad de reacción… Nosotros vimos todos estos mismos elementos llevados a cabo con la misma energía –alegre y siempre un poco nerviosa– en Mayo del 68, en Francia. Los hemos visto más recientemente en la Plaza Tahrir de Egipto. De hecho, a decir la verdad, estas cosas deben haber estado operando en los tiempos de Espartaco y Thomas Münzer.

Hace unos cuarenta años, sugerí llamar a estas determinaciones “invariantes comunistas”, y hoy yo diría más precisamente: las características invariables del movimiento comunista. Las novedades propiamente políticas y un nuevo sujeto político son otra cosa: su vitalidad exige un movimiento, pero nunca pueden ser confundidos con él.

Y así, pongámonos en marcha, provisionalmente, desde otro punto de partida.

Grecia es un país con una larga historia, una de relevancia universal. Es un país cuya resistencia a las sucesivas opresiones y ocupaciones tiene una densidad histórica particular. Es un país en que el movimiento comunista, incluyendo la forma de lucha armada, ha sido muy potente. Un país en que, incluso hoy en día, los jóvenes dan el ejemplo al sostener revueltas masivas y tenaces. Un país en que, sin duda, las fuerzas reaccionarias clásicas están muy bien organizadas, pero donde también hay el recurso valiente y amplio de los grandes movimientos populares. Un país en que sin duda hay organizaciones fascistas tremendas, pero un país en que también hay un partido de izquierda con una base electoral y militante aparentemente sólida.

Ahora, todo sucede en este país como si nada pudiera detener la fuerza de dominación absoluta del capitalismo, desatada por su propia crisis. Como si, bajo la dirección de comités ad hoc y gobiernos serviles, el país no tuviera otra alternativa que seguir los decretos salvajemente antipopulares de la burocracia europea. De hecho, en lo que respecta a las cuestiones planteadas y a sus “soluciones”, el movimiento de resistencia se parece más a una táctica dilatoria que al portador de una verdadera alternativa política.

Esa es la gran lección de los tiempos, que nos invita no solo a apoyar la valentía del pueblo griego con todas nuestras fuerzas, sino a unirnos a ellos en la meditación sobre lo que debe ser pensado y hecho para que este coraje no sea, de modo desesperado, un coraje inútil.

Lo que es sorprendente –en Grecia particularmente, pero también en otros lugares, sobre todo en Francia– es la impotencia manifiesta de las fuerzas progresistas en imponer una, aunque mínima, retirada significativa de los poderes económicos y estatales que sin reservas buscan someter al pueblo a la nueva (aunque también de larga data y fundamental) ley del liberalismo absoluto.

No solo las fuerzas progresistas no están haciendo ningún avance, y fallan en alcanzar al menos el mínimo éxito, sino que en cambio, son las fuerzas del fascismo las que han estado creciendo y que, detrás del escenario ilusorio de un nacionalismo xenófobo y racista, ahora pretenden liderar la oposición a los decretos europeos.

Mi sensación es que la causa de esta impotencia no es, en el fondo, la inercia de la gente, la falta de coraje, o un apoyo mayoritario a los “males necesarios”. Muchos testimonios, incluso aquí, en este mismo coloquio, nos han demostrado que en Grecia existen los recursos para una resistencia popular, vigorosa y masiva. Incluso en Francia, con las acciones en contra de la reforma a las pensiones de Sarkozy –una reforma que va de la mano con el desmantelamiento de los servicios públicos y las instituciones fundamentales de asistencia social a través de burocracias serviles, cuyos decretos son emitidos unánimamente por los gobiernos a cargo–, hemos visto elementos populares significativos que demuestran su obstinada capacidad de resistencia y adoptan las invariables del movimiento comunista, en particular el uso de formas no convencionales de huelga y asamblea, sustraídos a la hegemonía sindicalista. Sin embargo, de estas tentativas no ha emergido ningún nuevo pensamiento de la política en una escala masiva, ningún nuevo vocabulario ha surgido de la retórica de la protesta, y los jefes de los sindicatos, finalmente, han conseguido convencer a todos de que hay que esperar… las elecciones.

Creo que lo que pasa hoy es que la mayoría de las categorías políticas que los activistas de movimientos están tratando de usar para pensar y transformar nuestra situación actual, son en gran medida inoperativas.

Después de los movimientos radicales de los años 1960 y 1970, hemos heredado una fase económica, política e ideológicamente contrarrevolucionaria, muy amplia. Esta contra-revolución ha efectivamente destruido la confianza y el poder que alguna vez fueron capaces de soldar la conciencia popular con las palabras más elementales de emancipación política (palabras, para citar algunas de ellas, como “lucha de clases”, “huelga general”, “nacionalización sin compensación”, “revolución”, “acción clandestina”, “alianza obrero-estudiantil”, “liberación nacional”, “dictadura del proletariado”, “democracia de masas”, “partido del proletariado”, y muchas otras)… La palabra clave “comunismo”, que dominó la escena política desde comienzos del siglo XIX, está en sí misma confinada en una especie de infamia histórica, respecto de la cual hay que reconocer que el relato histórico, incluso el que la opinión progresista ha adoptado, ha sido totalmente dictado por el enemigo. Que la ecuación “comunismo=totalitarismo” haya acabado por parecer natural y sea aceptada unánimemente, es una indicación de lo mal que los revolucionarios han fallado durante los desastrosos años 80. Claro que tampoco podemos evitar una crítica incisiva y severa de lo que los Estados socialistas y los partidos comunistas en el poder, especialmente en la Unión Soviética, se convirtieron. Pero esa crítica debe ser la nuestra. Debe alimentar nuestras propias teorías y prácticas, ayudándolas a progresar, y no dar lugar a ningún tipo de renuncia pesimista, tirando al bebé político con el agua del baño histórico.

Esto ha llevado a un estado de cosas sorprendente: con respecto a un episodio histórico de capital importancia para nosotros, hemos adoptado prácticamente sin restricción el punto de vista del enemigo. Y los que no lo han hecho simplemente perseveran en la vieja lúgubre retórica, como si nada hubiera pasado.

De todas las victorias de nuestro enemigo –en cuyas filas se deben enumerar a los nuevos guardianes del orden ideológico contemporáneo, que casi siempre han sido renegados del movimiento de la década de 1960– esta victoria simbólica es una de las más importantes. No solo hemos permitido que nuestro propio vocabulario haya sido desacreditado y ridiculizado, cuando no simplemente tratado como criminal, sino que nosotros mismos hacemos uso de las palabras favoritas del enemigo como si fueran nuestras.

En la situación que nos concierne, esto es el caso de palabras como “democracia”, “economía”, “Europa” y varias otras. Incluso el significado de expresiones más neutras, como “la gente”, son casi totalmente dependientes de los escrutinios y de los medios de comunicación, y se incorporan en retóricas sin sentido de frases como “la gente piensa que…”.

En los viejos tiempos de los comunismos, solíamos burlarnos un montón de lo que llamábamos “langue de bois“, un lenguaje vacío y estereotipado, hecho de palabras y adjetivos pomposos. Claro, claro. Pero la existencia de una lengua común es también la de una idea compartida. La eficacia de la matemática en las ciencias –y no se puede negar que la matemática es un magnífico langue de bois– tiene todo que ver con el hecho de que formaliza la idea científica. La capacidad para formalizar rápidamente el análisis de una situación y las consecuencias tácticas de aquel análisis no es menos necesaria en política. Es un signo de la vitalidad estratégica.

Hoy una de las grandes capacidades de la ideología democrática oficial es precisamente que tiene a su disposición un langue de bois que se habla en todos los medios y por cada uno de nuestros gobiernos sin excepción. ¿Quién podría creer que términos como “democracia”, “libertades”, “economía de mercado”, “derechos humanos”, “presupuesto equilibrado”, “esfuerzo nacional”, “el pueblo francés”, “competitividad”, “reformas”, etcétera, constituyen nada más que los elementos de un omnipresente langue de bois?

Nosotros, los militantes sin una estrategia de emancipación, somos (y hemos sido desde hace algún tiempo) ¡los afásicos de verdad! Y no es el lenguaje complaciente e inevitable de la democracia movimientista el que nos salvará. “¡Abajo con tal o cual!”, “todos juntos ganaremos”, “salir a la calle”, “resistencia”, “rebelarse es justo”… estas fórmulas tienen la capacidad de convocar y conglomerar momentáneamente sentimientos colectivos y son, desde el punto de vista táctico, muy útiles, pero dejan completamente irresuelta la cuestión de una estrategia clara. Este lenguaje es demasiado pobre para articular una discusión sobre el futuro de las prácticas emancipadoras.

Sin duda la clave para el éxito político reside en la fuerza de la rebelión, en su alcance y en su coraje. Pero también en su disciplina y en las declaraciones de que es capaz; declaraciones que tienen que ver con un futuro estratégico positivo y que revelan una nueva posibilidad, oculta por la propaganda del enemigo. Esto es lo que los militantes organizados de un movimiento, o de cualquier situación, deben extrapolar de lo que se dice y se hace. Esto es lo que ellos deberían formalizar y remitir a las bases populares de este movimiento o situación para una discusión más amplia. Es por eso que la existencia de movimientos populares radicales, aunque bien pueda ser un fenómeno histórico, no proporciona por sí misma una visión política.

La razón de esto es que lo que une un movimiento sobre la base de sentimientos individuales es siempre de carácter negativo: el tipo de cosa que procede de negaciones abstractas, como “abajo el capitalismo” o “parar los despidos”, o “no a la austeridad”, o “abajo la troika europea”, y que no tiene estrictamente ningún otro efecto que el de unir provisionalmente el movimiento con la fragilidad negativa de sus sentimientos. También en formas más específicas de negación, cuyo objetivo es preciso y que reúne a varios estratos populares, como “abajo Mubarak” durante la Primavera Árabe, que de hecho pueden llegar a un resultado, pero nunca pueden construir la política de ese resultado, como se ve hoy en Egipto y en Túnez, donde los partidos religiosos reaccionarios cosechan los frutos del movimiento, con el cual no tienen ninguna verdadera relación. Cada política se convierte en la regimentación de lo que afirma y propone, y no de lo que niega o rechaza. Una política es una convicción activa y organizada, un pensamiento en acción que indica posibilidades escondidas. Lemas como “¡resistencia!” son ciertamente adecuados para juntar individuos, pero también corren el riesgo de volver esta asamblea en nada más que una mezcla alegre y entusiasta de existencia histórica y fragilidad política, para después convertirse, una vez que el enemigo (que está política, discursiva y gubernamentalmente mucho mejor equipado) gana, en una renovada y estéril repetición del fracaso.

El maestro político a quien he citado anteriormente también solía decir: “¿No se puede resolver un problema? Bueno, ¡ponte a investigar los hechos actuales y su historia pasada!” La situación actual en el mundo se parece mucho a la de los años 1840-50. También después de la Revolución Francesa de 1792-1794, al igual que después de los levantamientos, revoluciones y guerras populares victoriosas de los años 1960 y 1970, tenemos una secuencia contrarrevolucionaria muy amplia, dominada por un vigoroso empuje capitalista liberal hasta la globalización. También entonces, entre 1847 y 1849, hubo algo así como una “Primavera de los Pueblos” en toda Europa, como más tarde sucedería en todo el mundo árabe, y también en algunos “contextos occidentales”. También entonces, en el lado de los rebeldes encontramos un lenguaje entusiasta, democrático y revolucionario, pero también empobrecido y sin unidad. Y también encontramos por todas partes el subsecuente triunfo de los reaccionarios y el ascenso al poder de especuladores financieros y de nuevas formas de corrupción.

Es solo después de décadas de trabajo organizado, tales como la creación de la Primera Internacional o la unificación de los partidos socialdemócratas, y después de esfuerzos gloriosos pero desesperados como los de la Comuna de París o la Revolución Rusa de 1905, que la capacidad política de los trabajadores avanza, lista para la victoria, y encarnada, como debe ser, en organizaciones internacionales. Repito, fue necesario que el lenguaje del marxismo se volviera prácticamente hegemónico, no solo a lo largo de todo el movimiento de los trabajadores, sino también, en última instancia, entre las vastas masas rurales, ya sea en China o en países sometidos al terror colonial. No es en el contagio de un sentimiento negativo de resistencia que podemos encontrar lo que se necesita para obligar a un serio retroceso de las fuerzas reaccionarias que hoy tratan de desintegrar todas las formas de pensamiento y acción que se niegan a seguirlas. Es en la disciplina compartida de una idea común y en el uso cada vez más generalizado de una lengua homogénea.

La reconstrucción de este lenguaje es un imperativo crucial. Es con este fin que he intentado reintroducir, redefinir y reorganizar todo lo que gira en torno a la palabra “comunismo”.

Cabe señalar, de paso, que la palabra “comunismo” denota tres cosas fundamentales.

En primer lugar, denota la observación analítica según la cual, en las sociedades dominantes de la actualidad, la libertad, cuya fetichización democrática que todos conocemos, está, de hecho, totalmente dominada por la propiedad. “Libertad” es nada más que la libertad para adquirir todas las posibles mercancías sin ningún límite preestablecido. La facultad de hacer “lo que se quiere” se mide estrictamente por el tamaño de esta adquisición. Alguien que ha perdido toda posibilidad de comprar algo no puede, de hecho, tener algún tipo de libertad, lo que se puede ver, por ejemplo, en el caso de los “vagabundos” que los liberales ingleses del capitalismo rampante ejecutaron en la horca y sin ningún escrúpulo. Esta es la razón por la cual Marx en el Manifiesto declara que todos los mandamientos del comunismo pueden, en cierto modo, reducirse a uno solo: la abolición de la propiedad privada.

Segundo, “comunismo” significa la hipótesis histórica según la cual no es necesario que la libertad se rija por la propiedad, y que las sociedades humanas sean dirigidas por una estricta oligarquía de poderosos hombres de negocios y sus servidores en la política, la policía, el ejército y los medios de comunicación. Es posible una sociedad en la que predomine lo que Marx llama “asociación libre”, donde el trabajo productivo esté colectivizado, donde la desaparición de las grandes contradicciones no igualitarias (entre trabajo intelectual y manual, entre ciudad y campo, entre hombres y mujeres, entre gestión y mano de obra, etc…) esté en marcha, y donde las decisiones que afectan a todos sean realmente un asunto de todos. Deberíamos tratar esta posibilidad igualitaria como un principio de pensamiento y acción, y no abandonarla.

Por último, “comunismo” designa a la necesidad de una organización política internacional. Esta organización se desarrolla a partir del encuentro entre los principios y la acción eficaz de las masas populares. Esta se esfuerza por impulsar el pensamiento creativo de las personas; por construir, de una manera heterogénea al estado actual, un poder interno en cualquier situación dada. El objetivo es que este poder sea capaz de orientar lo real en el sentido prescrito, juntando los principios y la subjetividad activa de todos los que tienen la voluntad de transformar la situación en cuestión.

La palabra “comunismo” entonces nomina el proceso completo por el que la libertad se libera de su sumisión no igualitaria a la propiedad. El hecho de que esta palabra ha sido a la que nuestros enemigos se han opuesto más tenazmente, tiene que ver con el hecho de que ellos no pueden soportar este proceso, que destruiría su libertad cuya norma se fija en la propiedad. Después de todo, esta obstinación, esta voluntad feroz de criminalizar la palabra “comunismo” –que comenzó en el siglo XIX, mucho antes de la experiencia de los Estados socialistas– equivale a lo que los chinos llaman “enseñar por ejemplo negativo”: si eso es lo que nuestros enemigos detestan por encima de todo, entonces es con su redescubrimiento que tenemos que empezar.

Sin duda, y voy a terminar con este punto, también tenemos que ser lo más claros posible acerca de lo que queremos decir cuando usamos la palabra “pueblo”, sobre todo cuando se enfrenta a grupos de fascistas. Es cuestión de conectar la palabra “pueblo” a la reconstrucción de la palabra “comunismo”.

Esta conexión pasa a través de los cuatro posibles sentidos de la palabra “pueblo”: el sentido fascista, el sentido estatista y jurídico, el sentido que adquiere en las luchas de liberación nacional, y el sentido que tiene en acciones políticas dirigidas a la emancipación igualitaria.

En esta clasificación, tenemos dos sentidos negativos de la palabra “pueblo”. La primera, y más obvia, es la que se engancha con una identidad racial o nacional cerrada y siempre ficticia. La existencia histórica de este tipo de “pueblo” exige la construcción de un Estado despótico, que violentamente crea la ficción que lo funda. La segunda –que es más discreta, pero, a gran escala, incluso más nociva debido a su flexibilidad y al consenso de que goza– es la que subordina el reconocimiento de un “pueblo” a un Estado que supuestamente es legítimo y benevolente, simplemente porque ayuda a una clase media a crecer (cuando puede) y a persistir (en cualquier caso), una clase media que tiene la libertad de consumir los productos fútiles con los que el capital la engorda, y por lo tanto es libre de decir lo que quiera, siempre y cuando lo que diga no tenga ningún efecto sobre el mecanismo general. Reconocemos con bastante facilidad que el primer sentido es de un uso prácticamente obligatorio en la política fascista. El segundo es lo que domina nuestras democracias parlamentarias. Lo que está en juego en el primer caso es el pueblo-raza, y en el segundo lo que llamamos la gente de clase media.

Asimismo, tenemos dos sentidos positivos de la palabra “pueblo”. El primero es la constitución de un pueblo en el espacio de su existencia histórica, en la medida en que este espacio es negado por la dominación colonial e imperial, o por un invasor. “Pueblo”, por lo tanto, existe de acuerdo con el futuro anterior de un Estado inexistente. Se trata de liberar al pueblo de su sometimiento, de su negación, partiendo de la idea de un nuevo Estado popular. El segundo es la existencia de un pueblo que declara ser pueblo a través de un proceso que empieza a partir de su núcleo duro [noyau dur], que es precisamente lo que el Estado oficial excluye de “su”, supuestamente, legítimo pueblo. Por ejemplo, los trabajadores del siglo XIX, los campesinos de todos los países sometidos a la colonización, y hoy, una vez más, los miembros del proletariado que han llegado del extranjero. Dicho pueblo afirma políticamente su existencia a través de su solidaridad organizada con su núcleo duro. Por lo tanto, solo puede existir en la perspectiva estratégica de la abolición del Estado actual, precisamente porque este último insiste en que reconocer la existencia de un pueblo así es absolutamente imposible.

“Pueblo”, por tanto, es una categoría política del comunismo, ya sea arriba de la existencia de un Estado deseado, cuya existencia está prohibida por el poder, o abajo de un Estado establecido cuya desaparición es exigida por un nuevo pueblo, a la vez interno y externo al pueblo “oficial”.

La palabra “pueblo”, en el fondo, tiene un sentido positivo solo con respecto a la posible inexistencia de un Estado: ya sea un Estado negado que se desea crear, o un Estado oficial que se desea destruir. “Pueblo” es una palabra que adquiere todo su valor, ya sea a través de las formas transitorias de las guerras de liberación nacional, o por medio de las formas definitivas de la política comunista, que siempre han tenido como norma estratégica la que ellos llaman “extinción del Estado”.

¿Estos ejercicios verbales nos han llevado lejos de Grecia y de la urgencia práctica de la situación? Quizás. Sin embargo, una política es siempre el encuentro entre la disciplina de las ideas y la sorpresa de las circunstancias. Es un poder inmediato, pero también la institución de una duración.

Mi deseo es que Grecia sea, para todos nosotros, el lugar universal de tal encuentro.

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* Alain Badiou (Rabat, Marruecos, 1937) es un filósofo francés, profesor en la European Graduate School, ex director de Filosofía en la École Normale Supérieure de París. Además de varias novelas, obras de teatro y ensayos políticos, ha publicado una serie de obras filosóficas fundamentales, como “El Ser y el Acontecimiento” (1988) y “Lógica de los mundos, el ser y el acontecimiento, 2” (2006). Después de una larga militancia política en la extrema izquierda maoísta, en 1985 Badiou fundó “L’Organisation Politique”, una organización post-partidaria que se ocupa de la intervención popular directa.

**Traducido del Inglés por Alessandro Zagato y Natalia Arcos.


[1] Ver Costas Douzinas, Philosophy and Resistance in the Crisis: Greece and the Future of Europe, Polity Press, Cambridge, 2013.

Fuentes:

http://rufianrevista.org/?portfolio=nuestra-impotencia-contemporanea

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