Josep Fontana: cómo me hice un historiador marxista

Josep Fontana

Josep Fontana, el conocido historiador español fallecido hace apenas unos días confesaba que sus primeras lecciones de historia marxista las había recibido de Pierre Vilar, otro conocido historiador francés, cuya visión integradora le llevaba a definir el concepto marxista clave del ‘modo de producción» como «un sistema coherente de sociedad, cuya coherencia se basa n la lógica propia de su funcionamiento económico y(…)

Ser «un historiador marxista» consiste, en mi opinión, en participar en un amplio campo intelectual que va más allá de las codificaciones más o menos dogmáticas que forman lo que algunos entienden por «marxismo», para seguir el método que Marx proponía en 1879, cuatro años antes de su muerte, de «observar el curso actual de los acontecimientos hasta que lleguen a su maduración antes de poder ‘consumirlos productivamente’, esto es ‘teóricamente».

Mis primeras lecciones de historia marxista las recibí desde 1957 de Pierre Vilar, maestro y amigo, cuya visión integradora le llevaba a defi nir de este modo un concepto fundamental como el de «modo de producción »:

«un sistema coherente de sociedad, cuya coherencia se basa simultáneamente en la lógica propia de su funcionamiento económico […], en el sistema de relaciones sociales que este funcionamiento implica y condiciona, en el conjunto institucional, jurídico y político que garantiza su funcionamiento y en el sistema de representaciones ideológicas y de actitudes mentales que las clases dominantes tienden a imponer a la sociedad entera con el objeto de mantener las relaciones fundamentales».

Fue también por entonces cuando descubrí, trabajando en la Universidad de Liverpool, la historiografía marxista británica, que vivía en los años cincuenta y sesenta unos momentos de vitalidad creativa, que culminaron con la aparición en 1963 de The Making of the English Working Class de E.P. Thompson y con la publicación por Eric Hobsbawm en 1964 del fragmento de los Grundrisse de Marx dedicado a las formaciones económicas precapitalistas, al que antepuso una introducción provocativa, que incitaba a lecturas heterodoxas —esto es, no dogmáticas— de los textos de Marx.

Una tercera y profunda influencia nació del descubrimiento, en un viaje a Italia, de los «Quaderni del carcere» de Antonio Gramsci, con los conceptos de hegemonía y dominio, y la importancia dada al papel de la cultura.

Los viajes y estancias en América Latina me permitieron añadir lo que aprendí, por ejemplo, de los investigadores que transformaron nuestra comprensión de la historia de los Andes, como John V. Murra, antiguo militante de las brigadas internacionales en la guerra civil española, con su visión del «control vertical de los pisos ecológicos» y como Carlos Sempat Assadourian y Enrique Tandeter, que nos revelaron la forma en que se utilizaba el trabajo indígena. O como el malogrado Alberto Flores Galindo, que en diciembre de 1989, cuando sabía que su muerte era inminente, escribía:

«Aunque muchos de mis amigos ya no piensen como antes, yo, por el contrario, pienso que todavía siguen vigentes los ideales que originaron el socialismo […]. Las puertas al socialismo no están cerradas, pero se requiere pensar en otras vías. Un socialismo construido sobre otras bases, que recoja también los sueños, las esperanzas, los deseos de la gente».

A los que he de añadir, cuando menos, los nombres de dos cubanos, Juan Pérez de la Riva y, sobre todo, mi amigo Manuel Moreno Fraginals, autor de una obra maestra como El Ingenio, a quien nunca se le permitió enseñar en la universidad, víctima del uso político del marxismo por parte de gobiernos que confundían la ortodoxia doctrinal con la disciplina de partido.

Que esta ortodoxia tenía escaso valor se pudo ver en 1989, cuando, al hundirse el «socialismo realmente existente», los «intelectuales orgánicos» de estos países se apresuraron a renegar de ella. No sucedió lo mismo en la Europa occidental, salvo en el caso de Francia, donde la oleada revisionista se llevó por delante la chatarra del «estructuralismo marxista », con defecciones como las del antiguo estalinista Emmanuel Le Roy Ladurie, a la vez que se aprovechaba la oportunidad del segundo centenario de la Revolución francesa para iniciar una campaña reaccionaria.

En Gran Bretaña, en cambio, E.P. Thompson publicaba en 1991 Customs in Common y Eric Hobsbawm en 1994 The Age of Extremes, la parte fi nal del conjunto de sus «eras». Surgían, al propio tiempo, voces nuevas en el marxismo, como la del activista e historiador bengalí Ranahit Guha, inspirador del movimiento de los «subaltern studies», a quien el estudio de la colonización le llevó a la denuncia del uso de la «historia universal » como herramienta de «un dominio sin hegemonía», para ir más allá, denunciando también la historiografía nacionalista de la India, y exigir una nueva forma de narración histórica no lineal, que rechace el hábito de interpretarlo todo en función de la legitimación del Estado. La exigencia de Guha de una nueva forma de narración que sea capaz de recoger todas las voces de la historia plantea un desafío que no somos todavía capaces de resolver.

Pero fue sobre todo la difusión en los años ochenta de las ideas expuestas por Walter Benjamin, con motivo de la publicación de los materiales de Das Passagen Werk lo que volvió a poner en circulación la exigencia de una historia no lineal. Una exigencia cuya dificultad queda ilustrada por la propia existencia de Das Passagen Werk, que es a la vez un monumento y un campo de ruinas. Estos últimos años nos han dado además la sorpresa de encontrarnos con un grupo de historiadores norteamericanos, como Sven Beckert y Edward Baptist, que están abordando de manera original e inteligente la historia del capitalismo.

La formación de un historiador marxista debe mantenerse siempre activa.

Fuentes:

http://canarias-semanal.org/not/23464/josep-fontana-como-me-hice-un-historiador-marxista/

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