Después de los movimientos radicales de los años 1960 y 1970, hemos heredado una fase económica, política e ideológicamente contrarrevolucionaria, muy amplia. Esta contra-revolución ha efectivamente destruido la confianza y el poder que alguna vez fueron capaces de soldar la conciencia popular con las palabras más elementales de emancipación política (palabras, para citar algunas de ellas, como "lucha de clases", "huelga general", "nacionalización sin compensación", "revolución", "acción clandestina", "alianza obrero-estudiantil", "liberación nacional", "dictadura del proletariado", "democracia de masas", "partido del proletariado", y muchas otras)... La palabra clave "comunismo", que dominó la escena política desde comienzos del siglo XIX, está en sí misma confinada en una especie de infamia histórica, respecto de la cual hay que reconocer que el relato histórico, incluso el que la opinión progresista ha adoptado, ha sido totalmente dictado por el enemigo. Que la ecuación "comunismo=totalitarismo" haya acabado por parecer natural y sea aceptada unánimemente, es una indicación de lo mal que los revolucionarios han fallado durante los desastrosos años 80. Claro que tampoco podemos evitar una crítica incisiva y severa de lo que los Estados socialistas y los partidos comunistas en el poder, especialmente en la Unión Soviética, se convirtieron. Pero esa crítica debe ser la nuestra. Debe alimentar nuestras propias teorías y prácticas, ayudándolas a progresar, y no dar lugar a ningún tipo de renuncia pesimista, tirando al bebé político con el agua del baño histórico.
Alain Badiou