La movida madrileña o la mitificación de lo mediocre

Daniel García Valdés

No es la primera ni será la última crítica a la falsedad que conformó la llamada movida; mas el análisis de lo que supuso ese movimiento cultural comprendido entre 1978 y 1992, lo que ocurrió en esa larga década de los ochenta, debería trascender lo puramente musical: porque lo que fue un continuo de transgresión estética no tuvo un equivalente político; porque la modernidad mal entendida no trajo consigo más que consumismo irresponsable, falta de compromiso político, legado de pobreza intelectual, simplismo artístico. Facilidad y rapidez, puro neoliberalismo.

Cuando el PSOE alcanzó la mayoría absoluta, sus ayuntamientos comenzaron a contratar masivamente a los nuevos grupos punkipops. Los alcaldes se mostraban así buenrrolleros y alejados de sus predecesores caciquistas, pero a la vez dejaron de contar con cantautores, con grupos de rock reivindicativo, con artistas que hicieran pensar al oyente. La consigna, visto treinta años después, era clara. También los motivos: el relato de la movida estaba vacío de mensaje político; las letras del aspecto musical, el más divulgado, promovían el consumismo, el individualismo, el placer simple e inmediato. Pese a lo que se pretendió hacer creer, la cultura no nacía de los barrios: fue concentrada y secuestrada por los medios de comunicación y los ayuntamientos.

En Espectros de la movida (editorial Akal), Víctor Lenore expresa concisamente cómo los ochenta impusieron un «consumismo pop, una anglofilia con sabor a cena descongelada y una mirada condescendiente sobre cualquier cuestionamiento del mercado»; cómo los políticos descubrieron que, por medio de la cultura, podían lavar su imagen. Comenzaron así a ofrecer arte, en cualquier forma, y la hicieron accesible para los estratos bajos de la sociedad. No cuestiono si el arte de la movida es más o menos arte. Si Warhol es más o menos artista que Miguel Ángel; si los estribillos machacones y las estrofas plagadas de ripios son menos música que las composiciones más elaboradas de los grandes clásicos; si una canción de tres acordes hace al artista lo mismo que el desarrollo de doce compases de un blues. La movida fue el mismo opio para el pueblo que habían sido el fútbol y los toros. La juventud de los ochenta cambió tradición por modernidad, y esa modernidad tenía poco de original. En Arqueología pegamoide, la también periodista musical Patricia Godes relata sin tapujos que «Madrid quería una identidad propia y se reclamaba original, pero leía en revistas qué se hacía en ciudades como Londres o París y lo copiaba». La modernidad era consumismo, neoliberalismo, diversión. Colocarse. Y de aquellos polvos, estos hijos.

«La movida era cosa de niños ricos y de derechas», afirmó recientemente el propio Lenore en una entrevista: pues al contrario que en el resto de Europa, explicaba, lo moderno llegó a España desde las clases altas, a través de los únicos que podían permitirse viajar a Liverpool o San Francisco, aquellos que realizaban viajes de placer y volvían con la maleta llena de discos y ropa rara. Pertenecer a la movida era estar a la última y, desde las revistas y la televisión de la época, este elitismo estético impregnó a las clases bajas hasta convertir la cosa en un movimiento interclasista, vacío, en que los artistas compartían juerga con las altas esferas de poder; en el que en un mismo guateque podían compartir canuto el concejal socialista y un grande de España, Fabio Mcnamara y Ágata Ruiz de la PradaPitita Ridruejo y Las Vulpes, o Miguel Bosé y Salvador Dalí, todos reunidos para regocijo y diversión de esas mismas clases altas que siglos atrás habrían llamado a corte a un bufón, un trovador, o una troupe de cíngaros.

Tres décadas después, el Ritmo del garaje liderará la campaña de una compañía de gas, Alaska será imagen de un banco y portada en la prensa del corazón, Fortu protagonista de un reality show, Mcnamara pedirá la vuelta de Franco mientras Almodóvar juega en bolsa y esconde sus beneficios en Panamá. Y no les culpo; tal vez siempre, desde el principio, aspiraron a ser punkies millonarios.

En La movida modernosaJosé Luis Moreno-Ruiz relataba como Felipe González dio alas a la movida y mató dos pájaros de un tiro: por un lado, transmitía al exterior una imagen de libertad, modernidad y renovación; por otro desactivaba las tendencias más políticamente insurrectas, como el rock vasco (prohibido durante décadas en Radio-3). Kaka de Luxe copó la atención que ocupaban La Polla Records o Leño, sonando en la sala Rock Ola mientras los mercenarios de los GAL, en el reservado, se ponían hasta arriba de cocaína con señoritas de compañía. Como el propio Moreno decía: «aquello fue como disfrazar a los enanos del bombero torero de David Bowie». La movida no fue más que la mitificación de lo mediocre.

Fuentes:

https://lasoga.org/espectros-de-la-movida-una-escena-frivola-clasista-egolatra-mediocre-y-neoliberal/

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